domingo, 5 de agosto de 2012

Laguna

Al ir por agua, se arrodilló en la orilla y se observó en la laguna. La superficie verdosa le devolvía un rostro viejo y cansado que temblaba miedoso ante el menor soplido. El hastío nadaba entre los ojos reflejados acompañando la imagen con su tono agrio y sombrío. Ese era él y esa era su vida, toda encapsulada en ese instante; cada marca perecía contenerla resumida. La espiral degradada de su auto-conciencia marchita fue irrumpida por un pez pequeño y negro que agitó su cola en la superficie. Ahora la belleza, el delicado jugueteo y la sorpresa eran también parte del reflejo, y el agua aun remolinada mostró una risa como un acordeón extendido que se oyó estruendosa sobre los coros de los grillos.
Por eso los Keikórides no tienen espejos.

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