miércoles, 26 de octubre de 2011

Cielo abierto

Sentada frente al mar de otoño con mis pies sepultados en la arena, escribo. La luna está traslucida cuando aún es de día y la luz clara se refleja sobre las cosas dejándome ver. El mar está dócil y parece una llanura azul sobre la que casi esperarías ver pastar manadas de bisontes purpúreos, pero en cambio, sólo se ve a lo lejos un velero blanco que parece deslizarse sobre la superficie sólida.
Veo el cielo abierto y los rastros de Darío comienzan a poblar esta playa desierta que caminamos juntos mientras yo le daba lecciones de vuelo fallidas. Siguiendo las huellas en la arena, voy recordando cómo ilusa creí que desarrollaría alas y lo subí conmigo en los vientos fuertes más allá de las nubes, y recuerdo también aquel día en que me di cuenta que ese hombre no aprendería a volar. Estábamos en medio cielo y el desencanto me rasgó el enamoramiento. Descuidada, lo solté en una corriente alta y vi su caída libre cortando el éter, su estrellarse y romperse en fragmentos luego.
Me doy pena y repulsión, francamente, por tan implacable, tan fría y tan mierda que fui. Siento que merezco estar aquí sola, acumulando sal en la piel y volviéndome roca sin darme cuenta. Sin embargo, de cara al firmamento diáfano también me reivindico, porque en toda honestidad, de corazón, me es absolutamente imposible realmente amar a un hombre que no sepa volar.

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