domingo, 16 de octubre de 2011

De tortugas catalanas

Cuando yo cumplí nueve años, mis papás me regalaron una tortuga. Era ovalada, de color verde oscuro y la bauticé Casiopea en honor a Momo, el libro de Ende. Cuando le rascabas la parte posterior del caparazón asomaba la cabeza, pero de lo contrario, podía quedarse allí metida por periodos incalculables sin siquiera salir a comer. A veces me preocupaba y me preguntaba si era que no le gustaba la comida. Yo le ponía lechuga, pero ésta es la época en que todavía me pregunto si esa raza come legumbres o se alimenta de bichos. A veces también la ponía en el agua con cariño creyendo que la disfrutaba, pero ciertamente nunca llegué a saber si era de río o de tierra la pobre, así que no estoy segura de si le hacían bien o no mis cuidados.
Una cosa que recuerdo bien es que en vez de forzarla a salir de su escondite cosquilleándola, yo solía esperar pacientemente y de manera desapegada, es decir, en una expectativa liberada y poco tensa, a que ella misma decidiera visitar el mundo exterior. Ésta labor podía tardar días, a veces tantos que incluso solía yo olvidarme de su existencia, y al final su obstinación terminó por matarla de inanición. Ahí entendí que en ocasiones respetar y dejar suceder las cosas es también estar dispuestos a permitir que algo muera.
Hoy, 20 años después y frente a una tortuga catalana me veo repitiendo la historia. En vez de perseguir su paso, permito que nos acerquemos la una a la otra con la lentitud cadenciosa que vayan marcando los eventos, sabiendo que en el camino pueden suceder dos cosas: que algo se me marchite dentro y muera o que, como sospecho que pasó con Casiopea, refugiada en su caparazón, la tortuga pierda la noción de que yo estoy aquí y que la quiero.

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