miércoles, 19 de octubre de 2011

Haikú

Le habló sobre los japoneses. Le contó la historia de cuando ese primer amor le regaló el libro de Mishima y le narró el subsecuente camino de pasiones que eventualmente terminó en Murakami y en la exquisita Shônagon. Con creciente exaltación le relató la belleza de los paisajes de Bashô y Chiyo-Ni, llenos de ranas, lluvias y pétalos de flor cerezo que jamás había visto, pero imaginaba como algo sublime, rosa y algodonado, tan delicado como la existencia misma.
Días después llegó un haikú por correo. Tenía título.
¡Cuánta tristeza!

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