viernes, 21 de septiembre de 2012

Nicho

Se sentaban a medio metro de distancia y sólo dejaban escurrir una y otra vez las suaves miradas por las carnes ya flojas y tiernas, entrando en un examen mutuo relajado y ligero. Miradas como perfume de magnolias, miradas tenues y exhacerbadas, blancas y abiertas. Se miraban ya desde años, pero cada vez era siempre nueva y traía la sorpresa apabullante de la presencia absoluta del otro frente a sí. Sin techo, el nicho sagrado dejaba entrar la luna y la lluvia, ambas a jugar con sus propios brillos y sus propias sombras sobre las pieles, danzarinas fascinantes que reencontraban historias viejas: La de la primera vez que los otros Keikórides los bendijeron para entrar juntos al nicho; la de cuando después de hacer el amor únicamente con presencia y ojos, se tocaron las yemas de los dedos; la del día aquel que dios les regaló con un eclipse ámbar bajo el cual brillaron con una luz noble y ócremente etérea. Mirándose cara a cara rodeados por la lluviática, lunática danza, los tiempos se superponían y se reconocían en todos los que habían sido. Tan conocidos y tan vez primera. Tan keikórides y tan sabana, tan todo junto en un instante, tan árbol, tan nicho y tan selva.

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