martes, 18 de septiembre de 2012

Silencios Eternos

Le llamaban Camilo, pero él se llamaba a sí mismo sólo una idea abstracta a veces representada por gestos de mano, a veces por muecas y a veces por dudas. Habían intentado enseñarle a decir su nombre, pero aparentemente todo lo que salía eran sonidos guturales, graznidos aberrantes de los que él nada sabía y que nada le importaban. Por eso, por chillar como una máquina descompuesta, otros niños le llamaban otros nombres. Por ejemplo, le decían Amam, porque era el vocablo sin sentido aparente que repetía cuando Federico lo golpeaba cada día y le quitaba la merienda que le había mandado su madre. A su juicio, cuando él decía “Amam”, estaba profiriendo con toda claridad una amenaza con alevosía: “Le voy a decir a mi tío el carnicero para que te corte la garganta en dos”. Pero como nadie le entendía, nunca nadie le creyó ni tampoco jamás nadie se disculpó.
Para ser honestos, Camilo nunca se quejó de su situación, ni siquiera cuando veía gente bailando o riendo o contándose secretos o poniendo la rokola. Se quejó menos después del entierro de Federico. Después de todo, entre la sordera y la muerte, si había que ser esclavo de un silencio eterno, él prefería la primera.

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