martes, 18 de septiembre de 2012

Silencios Caricia

Cuando llegué, estaba sentada en el sofá azul, estática como piedra, la espalda recta como una espiga. Miraba a la pared, perdida pero con expresión de espanto o de incertidumbre. Me acerqué y pregunté qué ocurría, me dijo que su madre había muerto; lo musitó apenas, audible y clara, pero con un eco vacío hacia adentro. Su madre era mi abuela, esa mujer lejana de la que yo poco sabía. No pude entender el dolor de su muerte hasta que lo comparé con la posibilidad justamente de que fuera ella, mi madre, quien partiera. No dije nada, ni la toqué; ni siquiera me moví. Todo estaba tan quieto…Las lágrimas se arrastraban ronceras, como si fueran resina, como si llorar fuera una labor ardua, un trabajo de fuerza física. Ella me miró detenida y sus ojos comenzaron a llenarse de algo que no sé que es, pues no he sabido ponerle nombre a ese fantasma cálido que nos ronda cuando el llanto de otro enjuaga nuestra propia pena. Arrullado por ese lenitivo mudo y húmedo, el cuerpo de mi madre se fue aflojando hasta que apoyó la espalda en el sofá, las manos sueltas cayeron a los lados del cuerpo. Cerró los ojos y sus comisuras insinuaron una sonrisa blanda y triste. Yo aún lloraba cuando se quedó dormida.

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