martes, 12 de junio de 2012

Confesión de amor a los libros

Para el cumpleaños de mi querido amigo Ignacio decidí regalarle un libro. No a todas las personas se puede regalarles libros; me encanta cuando sí porque me encanta ir a librerías y comprar. Bueno, me encanta ir a librerías en general, y de hecho a menudo voy y no compro nada porque desde que viví en Ciudad Monstruo decidí no llenarme de libros hasta que no esté segura que me quedaré en algún lugar. En Ciudad Monstruo viví sólo un año largo y, ciertamente, en la miseria; no sé de dónde sacaba dinero para libros, no lo recuerdo con claridad. Ha sido una vieja costumbre mía la de privarme de todo menos de papel estampado con letras, pero incluso suponiendo que así lo hacía, hoy sigue siendo un enigma de dónde sacaba el tiempo para leer. Al terminar mi estancia allí, tuve que donar y regalar todo lo que había acumulado. Fue agridulce: me sentí buena samaritana, sí, y gilipollas, también. Desde entonces decidí hacer uso de las bibliotecas públicas y no comprar libros excepto en casos excepcionales -léase, cuando no encontrara algo allí y lo deseara obsesiva y terriblemente-. Así que voy a la librería de paseo, no más, como quien va a la heladería y se marcha habiéndolo probado todo en esas cucharitas pequeñas de muestra, pero sin comerse un cono como Dios -el Dios de los helados- manda.
La razón por la que sigo yendo, aunque no me lleve ningún ejemplar a casa, es que amo estar entre los libros, ojearlos, olerlos. Desde pequeña casi se podría decir que me han gustado tanto las palabras como las personas, y en alguna época, más las primeras que las segundas. Recuerdo ir a la feria del libro entusiasmada y recorrerme los pabellones rastreando con un profesionalismo precoz, mis editoriales infantiles predilectas. A menudo mis padres me ponían un límite de número de libros que podía llevar a casa (1, 3, 5 en las épocas de bonanza), y yo emprendía una labor exhaustiva para no equivocarme en la elección, dirigiéndome segura donde no sería defraudada: Torre de Papel y Barco de Vapor.
Siempre que tengo que regalar algo, desde siempre, quiero que sea un libro. En parte porque me siento regalando una experiencia que se puede gozar gota a gota, un atisbo de conciencia sobre la propia luz o la propia sombra, un claroscuro de la propia humanidad. Pero no es esta la razón más importante: realmente, independientemente del regalo, me emociono pensando que por unos segundos, el libro que compré para otro, es mío para detallar y expugnar. Ese instante entre la compra y la entrega me lleva a mi niñez, a la alegría y el gozo de tener en la mano algo que es sólo mío, no porque me pertenezca, sino porque será por siempre parte de mí.

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